domingo, 14 de julio de 2013

Los tesoros de la nieve



Los tesoros de la nieve, Eduardo Bernabé Pedraza.
Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, 2012
Editorial Capiro,  2013

Entre la crítica y la nostalgia se mueve una ya significativa producción literaria que descubre las múltiples y complejas aristas de nuestras relaciones con la extinta Unión Soviética. Y es que la cercanía de quienes llamábamos, por comodidad, “los rusos”, aunque en ese entonces el gentilicio fuera “soviéticos”, no solo nos recolocó en el espacio político, sino que inevitablemente se expresó de múltiples maneras en nuestra cotidianidad.
Cubanos dispersos por el mundo han creado una página en Facebook para que otros cubanos expongan las fotos de los objetos que acompañaron sus vidas en las décadas del 60, 70 y 80. Allí me encontré con las memorables latas de carne rusa, las matrioskas que adornaron las salas cubanas, los radios BEF que marcaban a Taskent en el recorrido del dial, los invencibles relojes Poljot. Con toda naturalidad compartían el espacio de la libreta de cupones y la indoblegable libreta de la bodega, los zapatos colegiales Vaquetetumbo y los Kikos plásticos, los cisnes de yeso y las muñequitas Popi. Es inevitable que si pensamos estos años, de un modo u otro terminemos recordando a los rusos, que se fueron de Cuba en los albores de los 90 y se llevaron consigo, nada más y nada menos, que toda una época.    
A estas alturas ya podemos imaginar que Los tesoros de la nieve es un libro que guarda relación con la extinta Unión Soviética, y no con cualquier sitio de ese vasto conglomerado de pueblos sino con Siberia, el corazón helado de un país que ha pasado por todo sin dejar de ser mítico. Y una de las virtudes del libro, que mereció en el año 2012 el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, es su valor testimonial: es el relato que en primera persona hace Julio González Jiménez, que viaja en 1985 a la URSS para, durante cuatro larguísimos años, servir de traductor al jefe de la fuerza cubana encargada de la tala en los bosques de Siberia.
El testimoniante se nos muestra atravesado por dos conflictos fundamentales: es un padre de familia que padece la lejanía de los suyos y de su país. Al drama personal, a la nostalgia, se suma el drama in crescendo de su momento histórico. Sacando cuentas comprobaremos que los cuatro años que pasa en la Unión Soviética se corresponden con los estertores del socialismo de la Europa del Este. Julio, literariamente hablando, es un personaje en vías de extinción. Estamos demasiado acostumbrados a los antihéroes, a los cínicos, a los desgastados, y estas páginas nos devuelven a una eticidad que algunos sostienen y muchos otros creen perdida. Y acudo a una cita para ilustrar mis palabras: “La tensión es mucha, pero me estimula y me gusta el trabajo. Cuando un hombre se siente útil en la vida, eso lo hace capaz de soportar todas las inclemencias materiales y espirituales que puedan afectarlo. Lo de ser mejor trabajador es un aliciente, es una píldora en medio de todo esto que estoy viviendo. Trabajar para mí no es para recompensas, es porque lo siento parte de mi deber, servir y ayudar a los que me rodean”.
El respeto al trabajo, a los valores que el trabajo forma, a su significación en nuestras vidas, se repite de una manera u otra a lo largo del libro y es uno de sus temas. De igual modo se aprecia la importancia que concede el testimoniante al vínculo con su esposa e hijos, expresados en las sentidas cartas que les dedica.
Eduardo Bernabé Pedraza, autor de este testimonio, lo recogió años después de ocurridos los hechos, por eso el testimoniante es capaz de ver en retrospectiva lo que significó su ausencia para la familia. En todas las latitudes y épocas, las mujeres han sido el eje de la familia, y también en las cubanas ha funcionado esta regularidad. A su esposa Ada, Julio ofrece a lo largo del libro múltiples muestras de una admiración no exenta de compasión por las cargas que su ausencia le arroja. Muy interesante en el testimonio recogido por Eduardo Bernabé es la total sinceridad del protagonista, que ausente de maquillajes llega a confesar una infidelidad amorosa, y lo aquí lo cito con su emoción y sus dudas: “Entonces, no vacilas en ordenar tus cosas y sumergirte en el mundo de esa mujer la semana completa… Yo también tenía mis reservas. A esa hora aparecía Ada, los muchachos, lo que pensarían de mí. En fin, todo eso que sabes que uno piensa, ¿verdad? Mis remordimientos de conciencia, sí, porque hasta eso hay, son verdaderos remordimientos de conciencia. Quieres y no quieres, y si te pones en ese momento en una balanza, con seguridad me hubiera quedado en el centro. No es que no ame lo que tengo ahora, lo que tenía desde antes, eso es absurdo. El amor es muy difícil de encerrar en un solo hecho.
El recuerdo de su familia le proporciona a Julio la suficiente calidez para resistir la hostilidad de un clima tan adverso que siempre la muerte ronda cerca, pues a 40 grados bajo cero y cientos de kilómetros de la ayuda más cercana, cualquier pequeño percance puede ser fatal. Me impresiona especialmente el pasaje donde debe atravesar un kilómetro de llanura nevada. Al perder de vista sus puntos de referencia también pierde la calma, y echa a correr hasta que siente congelada la tráquea. Dos datos sorprendentes: un copo de nieve suele medir 30 centímetros de diámetro en el ámbito siberiano, donde hay un 20 porciento menos de oxígeno.
El conflicto del hombre con la naturaleza, fundamental en el libro, se nos presenta matizado, pues el mismo Julio que se siente enloquecer en medio de estas extensiones interminables de blanco y blanco, odiadas y amadas, es capaz de extraerles su más profundo tesoro, que es, o al menos así lo he comprendido, no el recurso maderero sino el diálogo: el diálogo que inevitablemente entabla el ser humano consigo mismo y con lo que lo trasciende; con lo inconmensurable; con la belleza; con la soledad que revaloriza todas las cosas; y con la muerte, que las pone en su real perspectiva.
Este viaje, que ocurrió no solo en el espacio geográfico sino también en el espiritual, solo puede culminar de una manera. Es 1990 y caerá el socialismo en Europa del Este. Todas las expectativas y proyectos nacionales y personales serán suspendidos o clausurados para siempre. Al final del testimonio, Julio nos irá contando el rápido ascenso de la mentalidad capitalista, antecedida por una galopante corrupción, y también a vuelo de pájaro y en retrospectiva revisará su vida posterior durante los años más duros del llamado Período Especial, vida llena de privaciones y también de resistencias. A mí me hubiera gustado, aunque ya no sería materia de este testimonio, saber qué fue de su vida.
Ojalá le llegue este libro,  no un tesoro de nieve pero sí un hijo de la madera. Espero que su papel contenga algunas virutas siberianas para en alguna medida acercarnos a la altísima humanidad de este hombre y su época.
       
Isaily Pérez

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