jueves, 25 de julio de 2013

El aeroplano amarillo. Herbert Toranzo




 
El aeroplano amarillo, Herbert Toranzo (poesía).
Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, 2012.
Editorial Capiro, 2013.

En abril de 1917 el militar y aviador alemán conocido como El Barón Rojo derribó en solitario más de veinte aeroplanos enemigos. Para muchos se convirtió en un héroe, entre otras cosas porque dejaba libres a sus moribundas víctimas. Su avión era un caza triplano Fokker, el príncipe de los cielos en materia de derribos.
El Barón celebraba sus victorias encargándole a un joyero de Berlín la fabricación de unas copas de plata grabadas. El primer número correspondía al derribo, la palabra al tipo de aeroplano, después el número de tripulantes y la fecha del combate. Poco a poco las copas fueron creciendo en cantidad y altura, hasta la número sesenta, cuando el tímido joyero le aseguró al valiente que se le había acabado su reserva de plata.
Cuenta un poeta que un día un artillero inglés desconocido enfrentó al Barón Rojo:
“Veamos: ¿tiene licencia
para volar ese avión?
Deme la autorización
para estrellarlo a conciencia.
¿Sabe en qué se diferencia
un avión de un aeroplano?
El avión es el hermano,
y el aeroplano, el occiso.
Déjeme ver el permiso.
Déjeme leer su mano”.
Así dijo el soldado desconocido, que años más tarde murió en la guerra sin más historia que la de ser, como se ha escrito, “inocente de una manera rara y de un modo raro pervertido”.[1] También murió El Barón Rojo. No lo mató la bala perdida en el cráneo, sino la bala de otro soldado que tampoco vivió para contarlo.
Otras historias han llegado desde entonces a las manos del poeta. Digamos la de Janis Joplin, la primera estrella blanca del rock and roll, la que conoció la droga en algún bar de San Francisco mientras en casa su madre la maldecía. La de la heroína pura en un cuarenta por ciento. La de la fiesta salvaje que rompería la culpa cotidiana del poeta:
“Pensamientos religiosos (o algo que se les parezca).
Juego sucio.
Carne fresca.
Libido de los viciosos”.
El poeta intenta escapar de la simple estridencia para acercarse a una verdad que le calcina el verso,  y lo logra en el instante en que se lanzan al Océano Pacífico las cenizas de la cantante. Mientras tanto, The Who pide el dedo en la garganta si se traga algo maligno y el poeta, ante la mentira incurable, escribe:“elige el procedimiento para drenar la miseria”.
Veintisiete años también tenía Jimi cuando murió asfixiado entre somníferos y alcohol. A Jimi no le gusta la guerra de Viet Nam y protesta con el himno en su guitarra.  Jimi Hendrix, el más grande de los tiempos, que obliga a lo poetizado en carne viva cuando “[...] la niebla (o el tañido) reencarna en el silencio, lo avejenta”.
Son los años en que alguien se pregunta -ya ha aplaudido los discursos por la paz-  “¿cuántos caminos debe un hombre recorrer?” para llamarse Bob Dylan y ser amigo de los Beatles, de los judíos, los cristianos y de los agricultores.
“Por los cielos diamantinos, Lucy divaga.
Se aterra del amor, no de la guerra
ni de los altos molinos
El poeta retoma el poder de las flores de los años sesenta. La facultad o tropiezo del pasado para anular la mediocre y difícil vida cotidiana de los otros, que por oscura le impulsa a escribir:
“Tampoco es que me interese demasiado en el desastre.
Si hay que arrojar algún lastre,
mejor será que no pese tanto ese número trece;
que se excluya del informe la verdad;
que se deforme la impresión de expresionismo.
Cara o cruz me da lo mismo; siempre voy a estar conforme”.
El poeta, simplemente alguien para el resto del mundo cuando “el primer café del año le aspira en su dogmática inocencia”, en su visión de alteridad se escuda entre los monstruos de garras y afilados colmillos cuando escribe:
“Poco dispuesto a robar
la cabeza de Gorgona,
la traigo a Ella en persona;
le doy asunto y lugar”.
O, simplemente, el poeta no necesita inventarse monstruos esa mañana en que Martin Luther King es asesinado por defender a los negros basureros en la ciudad de Memphis:“me hacen creer que lucho, que intercedo por alguien demasiado a mi favor”.
No necesita inventarse monstruos el poeta que sabe de remembranzas y también degradaciones cuando escribe:
“Me atribuyo ese color
como de mí se sospecha.
Sigo el cabo de la flecha;
despego. Ya estoy mejor.
¿No es amarillo el valor,
el ímpetu, el desacato?
¿No es la dicha un aparato
complicadísimo, un vuelo
temerario, a ras de suelo?
¿No es Dorian Gray mi retrato?”
Es la pregunta que queda en el aire mientras, frente a la puerta de su propio aeroplano, John Lennon es atravesado por cuatro balazos.

Texto de presentación a cargo de Rebeca Murga.



[1] “Ahora por vez primera miraba yo un poco en estas vidas extrañas, inocentes de una manera rara y de un modo raro pervertidas”, Herman Hesse.