El asesino siempre vuelve al lugar del crimen. O mejor, el
escritor siempre vuelve al lugar donde se formó. Recuerdo las primeras lecturas
de El rastro de las moscas, que hizo
Rubén en este mismo espacio que compartimos, donde Lorenzo Lunar impartía su
taller de novela, y cómo fueron convirtiéndose aquellas páginas en lo que es
hoy una obra. La cual creo nunca se habría terminado de no ser por la edición
que viene aparejada al premio. Nunca su autor la hubiera dado por lista.
Desde aquellos días del taller hasta el momento, muchos ojos han
pasado sobre ella, dejando rastros, contaminándola; ojos ilustres como los de
Agustín de Rojas (presentador por antonomasia de esta novela y no yo), o los de
José Miguel Sánchez (Yoss) que la definieron como un verdadero cross road, “demasiado realista para ser
fantástica, demasiado fantástica para ser realista”, o los de los propios
Lorenzo y Rebeca, que lucharon contra la tozudez del autor y su escritura. Por
eso entreveo la escritura de ellos en la novela de Rubén y se me antoja, El rastro de las moscas, una novela-
taller, escrita a golpe de máquina (en toda la literalidad de la frase) y
también una novela de crecimiento, al estilo de Paradiso o La carne de René,
donde asistimos no solo a la formación y evolución de su protagonista
(Fronesis/ René/ La Reina), sino también de su autor. En efecto, en El rastro
de las moscas, autor y protagonista se dan la mano para recorrer sus caminos
juntos; un camino tortuoso, intrincado, como solo puede haber sido diseñado por
el conocimiento sedimentado tras años de estudio, al final del cual no hay nada
más que ellos mismos.
Para ello, Rubén fragmenta, descompone su universo para volverlo
a armar como un puzle. Universo donde se imbrican dos historias, dos discursos,
dos mundos, cual Las palmeras salvajes de Faulkner: uno dentro de los
presupuestos del realismo, que parte de la cotidiana fábula de una adolescente
en plena efervescencia, quien busca recomponer la historia de su familia y la
suya propia a través del reencuentro con su padre; el otro ficcional, épico,
que nace de lo que esa adolescente escribe.
Eventualmente, podrá parecer ese mundo fantástico mucho más
acogedor y seguro que aquel más cercano a nuestra experiencia de vida. Eventualmente
uno se impondrá sobre el otro.
En medio de ellos, el autor es libre de componer personajes y
ponerlos a interactuar, de coquetear con estereotipos como el de la adolescente
rebelde, el policía de barrio, la cuarentona solitaria, o el padre que abandona
a su familia, solo para desmontarlos, para mostrarnos una nueva imagen de ellos
mismos, como la que mostraría un espejo convexo. Personajes muy parecidos a
cualquiera, a las personas comunes y corrientes que transitan por las calles
con sus historias privadas, las que no conocemos, y pueden ser perfectamente
las narradas en El rastro de las moscas.
De ahí que resulte imposible no encontrar referencias literarias diversas, coincidentes
o no con los referentes en los que se basó el autor para escribirla. Referencias
como Ensayo sobre la ceguera, de
Saramago, pero también como esa saga fantástica de Frank Herbert, Dune, sobre todo en la parte épica de la
novela, la cual recuerda a esas civilizaciones precolombinas extintas, que
extrañamente siempre estuvieron por delante de nosotros.
El rastro de las
moscas es una novela que se esfuerza por
estar por delante, un paso más allá, una novela del futuro inmediato, donde el
autor-discípulo le dice al maestro: he escuchado sus consejos, pero también he
desbrozado mi propio camino. Un camino que empieza con la foto de una muchacha
desnuda en la portada, también salida de la mano de Rubén. Por lo que no
podríamos decir si estamos hoy ante un escritor que tira fotos o ante un
fotógrafo que escribe; pero sí que estamos ante un libro de autor, un libro que
no le debe a nadie, que se defiende solo e invita incluso desde su visualidad.
Y como esas películas de los grandes maestros, no pasará sin
dejar rastro.
Anisley Negrín
Santa Clara, 14 de
Julio de 2013.
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