El aeroplano amarillo, Herbert Toranzo (poesía).
Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, 2012.
Editorial Capiro, 2013.
En
abril de 1917 el militar y aviador alemán conocido como El Barón Rojo derribó
en solitario más de veinte aeroplanos enemigos. Para muchos se convirtió en un
héroe, entre otras cosas porque dejaba libres a sus moribundas víctimas. Su
avión era un caza triplano Fokker, el príncipe de los cielos en materia de
derribos.
El
Barón celebraba sus victorias encargándole a un joyero de Berlín la fabricación
de unas copas de plata grabadas. El primer número correspondía al derribo, la
palabra al tipo de aeroplano, después el número de tripulantes y la fecha del
combate. Poco a poco las copas fueron creciendo en cantidad y altura, hasta la
número sesenta, cuando el tímido joyero le aseguró al valiente que se le había
acabado su reserva de plata.
Cuenta
un poeta que un día un artillero inglés desconocido enfrentó al Barón Rojo:
“Veamos:
¿tiene licencia
para
volar ese avión?
Deme
la autorización
para
estrellarlo a conciencia.
¿Sabe
en qué se diferencia
un
avión de un aeroplano?
El
avión es el hermano,
y
el aeroplano, el occiso.
Déjeme
ver el permiso.
Déjeme
leer su mano”.
Así
dijo el soldado desconocido, que años más tarde murió en la guerra sin más
historia que la de ser, como se ha escrito, “inocente de una manera rara y de
un modo raro pervertido”. También
murió El Barón Rojo. No lo mató la bala perdida en el cráneo, sino la bala de
otro soldado que tampoco vivió para contarlo.
Otras
historias han llegado desde entonces a las manos del poeta. Digamos la de Janis
Joplin, la primera estrella blanca del rock and roll, la que conoció la droga
en algún bar de San Francisco mientras en casa su madre la maldecía. La de la heroína
pura en un cuarenta por ciento. La de la fiesta salvaje que rompería la culpa
cotidiana del poeta:
“Pensamientos
religiosos (o algo que se les parezca).
Juego
sucio.
Carne
fresca.
Libido
de los viciosos”.
El
poeta intenta escapar de la simple estridencia para acercarse a una verdad que
le calcina el verso, y lo logra en el
instante en que se lanzan al Océano Pacífico las cenizas de la cantante. Mientras
tanto, The Who pide el dedo en la garganta si se traga algo maligno y el poeta,
ante la mentira incurable, escribe:“elige
el procedimiento para drenar la miseria”.
Veintisiete
años también tenía Jimi cuando murió asfixiado entre somníferos y alcohol. A
Jimi no le gusta la guerra de Viet Nam y protesta con el himno en su
guitarra. Jimi Hendrix, el más grande de
los tiempos, que obliga a lo poetizado en carne viva cuando “[...] la niebla (o
el tañido) reencarna en el silencio, lo avejenta”.
Son
los años en que alguien se pregunta -ya ha aplaudido los discursos por la paz- “¿cuántos caminos debe un hombre recorrer?” para
llamarse Bob Dylan y ser amigo de los Beatles, de los judíos, los cristianos y
de los agricultores.
“Por
los cielos diamantinos, Lucy divaga.
Se
aterra del amor, no de la guerra
ni
de los altos molinos
El
poeta retoma el poder de las flores de los años sesenta. La facultad o tropiezo
del pasado para anular la mediocre y difícil vida cotidiana de los otros, que por
oscura le impulsa a escribir:
“Tampoco
es que me interese demasiado en el desastre.
Si
hay que arrojar algún lastre,
mejor
será que no pese tanto ese número trece;
que
se excluya del informe la verdad;
que
se deforme la impresión de expresionismo.
Cara
o cruz me da lo mismo; siempre voy a estar conforme”.
El
poeta, simplemente alguien para el resto del mundo cuando “el primer café del
año le aspira en su dogmática inocencia”, en su visión de alteridad se escuda
entre los monstruos de garras y afilados colmillos cuando escribe:
“Poco
dispuesto a robar
la
cabeza de Gorgona,
la
traigo a Ella en persona;
le
doy asunto y lugar”.
O,
simplemente, el poeta no necesita inventarse monstruos esa mañana en que Martin
Luther King es asesinado por defender a los negros basureros en la ciudad de
Memphis:“me
hacen creer que lucho, que intercedo por
alguien demasiado a mi favor”.
No
necesita inventarse monstruos el poeta que sabe de remembranzas y también
degradaciones cuando escribe:
“Me
atribuyo ese color
como
de mí se sospecha.
Sigo
el cabo de la flecha;
despego.
Ya estoy mejor.
¿No
es amarillo el valor,
el
ímpetu, el desacato?
¿No
es la dicha un aparato
complicadísimo,
un vuelo
temerario,
a ras de suelo?
¿No
es Dorian Gray mi retrato?”
Es
la pregunta que queda en el aire mientras, frente a la puerta de su propio
aeroplano, John Lennon es atravesado por
cuatro balazos.
Texto de presentación a cargo de Rebeca Murga.